La música, la danza, el arte en general tienen un componente inexplicable: la emoción. Esa emoción es la que contagia al espectador, al público, al observador, que no necesita comprender lo que sucede al otro lado del escenario o del lienzo para sentir en su propio interior la carne erizada, el corazón hecho añicos o la euforia convertida en lágrima y aplauso a la vez.
Por eso en una tierra en la que son contadas las personas que conocen el significado de ‘farruca’ y la gran mayoría las incapacitadas para llevar el pulso medido de unas palmas, ayer, 19 de enero de 2018, fecha en la que el Teatro Juan Bravo de la Diputación inauguraba la programación de su año centenario, poco importó lo que Sara Baras hubiese creado en su imaginario para dar vida a sus ‘Sombras’; la emoción, por sí sola, hundía el escenario en cada taconeo, en cada ‘¡arsa!’, en cada ‘¡toma!’. Y, claro, el público se contagiaba y convertía la emoción en retroalimentación dejando escapar ‘¡Oles!’ y ‘¡Bravos!’ cuando el número lo pedía a golpes sobre las tablas… y también cuando no. Qué gran favor se hizo la lengua española cuando no dejó escapar esta palabra y la convirtió en sombra que siempre acompaña al arte; y aún más si el arte viene del sur.
Sara Baras sonreía con burla gaditana, como diciendo “¡os he pillado!”, y seguía taconeando y moviendo los brazos con impulsos tan bruscos como medidos, en esos momentos en los que no esperaba un aplauso del público. La emoción tiene esas cosas también; que no sigue cánones e improvisa guiones de intentos de ovaciones que se quedan en aplausos que parecen pedir perdón. La bailaora gaditana seguía; jugando con un solo haz de luz sobre el escenario o con numerosos focos, con el sonido de las guitarras de Keko Baldomero y Andrés Martínez, acelerando sus pasos mientras las notas iban convirtiendo la noche de enero en música de primavera, o con el propio silencio, con el que parecía confabular para dar paso a un siguiente baile tan lleno de sombras como de colores y luces. Y es que sin éstas no existirían las primeras.
El espectáculo iba transcurriendo con siluetas proyectadas sobre el fondo, a veces más grandes, a veces más pequeñas, a veces superpuestas y otras solitarias, el desgarro de los cantes de Rubio de Pruna e Israel Fernández, y los bailes del resto de la compañía, además de los del coreógrafo José Serrano, llenos de fiesta y sudor, de alegría y flamenco, de percusión en las manos y los golpes de Antonio Suárez y el ‘Pájaro’, mientras Sara Baras cambiaba de vestido para ajustarse a la siguiente coreografía.
En otras ocasiones, era el propio vestido el que se acoplaba al baile, pareciendo multiplicar su vuelo de punta a punta del escenario, al igual que se multiplicarán las versiones de lo que se vio sobre las tablas del Juan Bravo y se vivió entre sus butacas. Unos interpretarán que lo de ayer fueron las luces y sombras de los veinte años de Sara Baras girando sobre su cuerpo y sobre los de los españoles con su compañía. Otros creerán que vieron las figuras en negro de sus propias historias. Otros adivinarán entre cortinas el paso de la vida, con sus momentos llenos de juerga y sus instantes de soledad. Quizás, seguro, todas esas interpretaciones de lo que es ‘Sombras’ representen también lo que ha ido aconteciendo sobre el escenario del Teatro Juan Bravo a lo largo de cien años de música, de danza, de miedo escénico, de guiones, de improvisaciones, de momentos apagados y de segundos de luminosidad con el público puesto en pie. Sara Baras taconeó ayer al menos 36.500 veces –o todas esas parecieron- sobre las sombras de la emoción de cien años con sus correspondientes días; ¿para qué buscar otra explicación?
Texto de Ana Vázquez / Fotos de Diego de Miguel