Situémonos al sur de Inglaterra, año 2015. Unos amigos de instituto deciden montar una banda de rock, así que se reparten instrumentos aleatoriamente y empiezan a ensayar en un garaje de barrio. Muchos meses de probaturas después, obtienen como recompensa varias canciones que beben (valga la redundancia) de resacas de whisky domingueras, de esas que taladran, pero que consiguen ser catalizadas gracias a unas melodías que, tras resonar en sus doloridas cabezas, son interiorizadas y aprendidas para mayor gloria de nuevas composiciones.
Suena meritorio, aunque para nada romántico.
Continuemos con un “Road Trip” en furgoneta por Estados Unidos en busca de fuente de inspiración y añadamos influencias de Jeff Beckley y Foo Fighters, para dar con la mezcla final: la consolidación de Nothing But Thieves como una de las bandas emergentes más potentes del actual panorama internacional. Sí, esos “niños bien” que lo dejaron todo y se tomaron la música como una profesión seria están a punto de salirse con la suya, si no lo han hecho ya.
Con una trayectoria meteórica y solo dos discos en el mercado, regresaban el pasado mes de febrero a la ciudad que los vio debutar, donde tres años atrás se habían presentado en sociedad como perfectos desconocidos, aunque, eso sí, avalados por una banda tan enorme como Muse, con la que guardan mucho en común. En Roma tuvieron su primer concierto masivo, ante unas 30.000 personas. Entonces, sin siquiera haber publicado su primer álbum, ya dejaron la sensación de estar ante algo grande, algo que ahora no podemos sino reafirmar.
Al revisarlos hoy, eso sí, quizá hayan perdido en lo relativo al factor sorpresa, acrecentando, además, el porcentaje «pop/mainstream» de su propuesta. Sin embargo, estos chicos saben ser realmente efectivos jugando las cartas correctas, por algo el público los adora, y es que cuentan con varios ases en la manga.
Aquella noche de invierno, NBT aterrizaban en un enclave romano tremendamente especial: Pigneto. Un barrio vibrante, caótico y bohemio que, sin ser especialmente bonito, garantizaba un refugio de cultura alternativa muy en la línea del grupo. Su “sold out” en Largo Venue vino a confirmar que cuentan con el beneplácito de la escena artística más moderna de la capital italiana.
Pasadas las 22h, tras las actuaciones de las dos bandas teloneras elegidas para caldear el ambiente (The Xcerts y Airways), se daba paso a Conor Mason y los suyos, que atacaron de salida con artillería pesada, la provista por “I’m Not Made by Design”. El épico tema conseguiría fundir su oscuro trazo con la radiante electrónica y el bien ejecutado rapeo de “Live Like Animals”, también de su nuevo LP, “Broken Machine”.
Tras un inicio marcado por dos temas nuevos, echaron mano de su primer trabajo con otras dos canciones (“Wake Up Call” y “Trip Switch”), avisándonos de que irían alternando lo más conocido y lo más reciente (si bien el público coreaba con el mismo ahínco el material de 2017 que el de 2015). La fórmula de la alternancia nos fue brindando grandes momentos («Soda«, «Number 13«, «Drawing Pins«, «Graveyard Whistling«, «I Was Just a Kid«, «Hanging«), haciendo que nos preguntáramos si no es cierto que todas las composiciones de los ingleses tienen el punch suficiente como para poder considerarlos singles en potencia.
Hacia el ecuador tiraron de la psicodelia de “Itch” (¿alguien se ha dado cuenta del sensual trance que puede producir escuchar en bucle este corte?), nos deleitaron con el punteo mágico de “If I Get High” y de la veta sintetizada onda Depeche Mode de “Hostage”. La conexión con la audiencia fue total, gracias también a la mezcla de humildad y agradecimiento de un líder con una apariencia insultantemente joven. Con todo, regalaron motivos suficientes para argumentar por qué son el nuevo grupo favorito de las Islas Británicas.
“Broken Machine” irrumpió en el escenario en el tercio final del concierto y su ritmo hipnótico nos atrapó en una espiral de estribillo-distorsión resuelto gracias al teclado final, que se alargó hasta el despliegue romántico de “Sorry”.
Baladas como esta, al más puro estilo Killers, dejaron claro que Mason es un gran y versátil frontman, con esa voz que tiende a escalar en algún lugar entre Buckley, Yorke y Bellamy, moviéndose naturalmente tanto en registros arenosos («Number 13») como en estilos más cariñosos («Hell, Yeah«), no amedrentándose incluso si hay que versionar a una grande como Nina Simone (“Be My Husband” –a capella, solo con la guía de las palmas del público-)
Su hit “Ban All The Music” contó con la presencia de Claudio y Andrea, dos espontáneos del público transformados durante tres minutos en músicos añadidos de la banda, un momento compartido que llevó a los asistentes a sentirse aún en mayor comunión con el quinteto, esperando con más ansia si cabe el broche final.
Minutos después “Particles “cedía el cierre a “Amsterdam”. Un sello de oro, una avalancha de rock, con una voz cargada de rabia en un escenario encendido de emoción y potencia. Muchos de los allí presentes sentimos que estábamos ante los mismísimos Royal Blood (si Royal Blood tuvieran guitarras, claro).
Abarcando el tema técnico, un concierto perfectamente ejecutado con una batería limpia que desde los primeros segundos sonó enrabietada, un bajo que no falla, todo abriéndole paso al verdadero protagonista de esta historia: la voz de Conor Mason, su falsete y amplio espectro vocal, con el que jugó a su antojo a lo largo de casi hora y media.
La habilidad de Nothing But Thieves a la hora de producir buenas canciones, melódicamente efectivas, pero de gran potencia y pegada, sugiere que no serán producto del momento: con toda probabilidad, volveremos a hablar de ellos. Van a ser grandes.