Lo siento, pero prefiero seguir llamándolo «Palacio». Por mucho que las marcas manden y hagan obedecer a todo ser viviente a fuerza de plata, para mí será para siempre el «Palacio de los Deportes de Madrid». Ahí dentro se han desarrollado numerosas e inolvidables hazañas deportivas y eventos musicales, llegando incluso a resucitar con más lustre aún después de sufrir un incendio en 2001. Bien podría haberse llamado «Palacio Fénix». No hubiese quedado mal. Además, creo que Fénix también es una marca.
He tenido la suerte de estar presente en varios de estos grandes momentos, desde partidazos del Real Madrid de baloncesto; hasta conciertos como el celebrado el pasado sábado. El WiZink Center albergó en su enorme recinto una noche histórica, por lo menos así lo confesó el grupo que se subió al escenario y que reunió a más de 15.000 incondicionales, La Maravillosa Orquesta del Alcohol.
Esta vez no fue el pueblo quien se entregó a su monarca (aunque es cierto que también lo hizo el sábado, dejándose alma y voz), sino que los reyes del Palacio fueron quienes abrieron sus corazones para hacer gozar a todos aquellos que, desde la pista o las gradas, apoyaron al grupo castellano haciendo ver que todo quedaba en casa.
Y es que los directos de La M.O.D.A. se han convertido en imprescindibles. Desde que se fundó, hace siete años, ha ido ganando fieles a base de conciertos puros, con sonidos de acordeón, banjo, clarinete, saxo… que no pesan ni dejan a la canción demasiado recargada. Se puede decir que los burgaleses son unos virtuosos. Por algo son una orquesta.
Durante dos horas de energía y casi sin parar para hablar, La M.O.D.A. se dedicó a dar un paseo por sus tres discos de estudio, haciendo hincapié en el más nuevo, «Salvavida (de las balas perdidas)». De todas formas, no puede haber ni una sola queja en cuanto al repertorio, ya que no se echó en falta ninguna canción, desde la apertura con «Nubes negras», hasta el cierre con «Héroes del sábado» . Entre medias, además de los clásicos de la orquesta, el público pudo disfrutar de temas que no pueden sonar en festivales por falta de tiempo. Pero aquella era su noche, y por ello hubo hueco para que sonaran canciones para bailar, para declamar, para levantar los móviles con la luz encendida y mover el brazo de un lado a otro… Estoy seguro que si se lo hubieran permitido, habrían continuado tocando hasta que saliera el sol.
En una noche en la que se fabricaron cientos de recuerdos, uno de los momentos más emocionantes fue cuando el cantante David Ruiz se acordó de aquellos que han tenido que abandonar sus pueblos para buscarse la vida lejos de su tierra («ser inmigrante en tu propio país»), poniendo Castilla como ejemplo en la canción «Campos amarillos». También se pusieron todas las pieles de gallina cuando David bajó del escenario para estar más cerca del público y cantar con ellos «Hay un fuego». Quince mil voces, todas a una. No hay duda de que «hay canciones que pueden curar a los heridos».
Y se llegó al final. Nadie quería que las luces del recinto se encendieran, pero se encendieron. Sonaba en la megafonía «You’ll never walk alone», aquella noche en la que la felicidad conquistó el Palacio.
FOTOS: David López Prieto