Antonio Orozco (Teatro Juan Bravo, Segovia, 11-10-2018)

“No hay viaje que no haya merecido la pena”, decía ayer Antonio Orozco sobre el escenario del Teatro Juan Bravo de la Diputación, antes de cantar uno de esos éxitos que le han llevado a viajar de punta a punta de España y de continente a continente durante los últimos dieciocho años, transportando sus canciones por escenarios que, quizás, hasta esta gira que va ya por su segunda temporada, nunca le habían hecho sentir tan único. Tal vez a su público tampoco; realmente, quien suscribe lo desconoce, ya que hasta ayer no sintió que un viaje con la compañía de Orozco mereciese la pena.

Lo mejor de los viajes es que aquellos que realizas con pocas expectativas terminan sorprendiéndote y te dejan esa manía tonta de rememorar una y otra vez los momentos que los convirtieron en imprescindibles. El de ayer fue uno de esos. De cualquier manera, estimado lector, no espere que yo detalle aquí si durante las más de dos horas de vuelo hubo nubes, montañas o mar. Antonio Orozco lleva pidiendo a sus seguidores a lo largo de toda la gira que no hagan fotos, que no compartan nada en redes sociales, que le guarden el secreto. Y el Teatro Juan Bravo no será menos. “Te lo estás perdiendo”, le dijo ayer con dulzura y argumentos a una seguidora rebelde que se empeñaba en poner una pantalla entre el micrófono y la punzada. Y las cerca de quinientas personas que llenaron el Teatro le ovacionaron. No merecía menos.

No fue la única vez. Antonio Orozco, que ayer apenas se sentó para una canción pese a llevar una férula en la pierna izquierda, sembró y cosechó ovaciones en Segovia. Y no aplausos, ovaciones de esas que suenan y resuenan; por la puesta en escena, por la poesía, por la voz rota, por las continuas miradas al público, ya estuviesen sentados en primera fila o en el tercer anfiteatro, y por la sonrisa perpetua y los ojos brillantes, como de sentirse único.

Lo malo de la petición de no compartir es que obliga a ser únicos también en la manera de contar lo que sucedió; que aunque fue un concierto, no fue uno cualquiera.

Habrá que mirar entonces al abarrotado patio de butacas, a los anfiteatros y a los palcos, iluminados por los técnicos de forma intermitente a lo largo de todo el concierto, repletos de personas de todo tipo y condición; niños procedentes de Carbonero llamados Pablo, niñas a las que su padre no casaría jamás con Antonio Orozco y tal vez tampoco con su rubio hijo, mujeres de más de setenta reclamando la atención del cantante, seguidoras adolescentes llorando por ver a su ídolo tan cerca, hombres y mujeres con disfraz de aburrimiento que en cuanto sonaba una ‘de la radio’ la cantaban con más ganas que nadie, acompañantes que iban disfrutando poco a poco del viaje o amigas treintañeras en la quinta fila levantando los brazos con agitación y respondiendo con un “¡Toma ya!” a cada pespunte final que el cantante, buscando al filo del escenario la cercanía con los asistentes, daba a algunas canciones.

Habrá que mirar también con el rabillo del ojo a la sensibilidad y el mimo que Orozco y su equipo han puesto en un escenario que invita a no irse. A ponerse cómodo, como si en vez de jueves fuese domingo, y apeteciese quedarse por un ratito en sus oídos, como cantaba Pedro Javier Hermosilla, quien camino de Madrid terminó quedándose junto a Orozco y ahora le acompaña de manera única con la guitarra sobre un escenario en el que el piano sopla fuerte la mayoría de las veces. Otras, sin embargo, se calla y le permite a Orozco acomodarse, sentirse por un momento en familia. Volver a los orígenes del viaje. A las semillas del silencio. A recomponer los pedacitos. A donde todo empezó. Al volver a la vida. De manera única; guitarra y voz. Fue así, algo así. Así fue como la gente lo vivió.